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martes, 14 de enero de 2014

HISTORIA DEL HOMBRE Y EL POLLO

Llevamos juntos miles de años, compartimos enfermedades, ADN… mesa y mantel. Los científicos se han propuesto indagar en esta provechosa relación.


Ni una pluma de tontos

La actividad cerebral superior –tareas complejas– de un embrión de pollo comienza mucho antes de la eclosión del polluelo, según una investigación llevada a cabo por la Universidad Carlos III de Madrid. Nada más salir del cascarón, puede desarrollar habilidades similares a las de un niño de dos años, y cuando cumple dos semanas de vida es perfectamente capaz de orientarse por la luz del sol.

En enero comenzará una de las mayores investigaciones sobre el pollo que jamás se han realizado. Seis universidades –Bournemouth, Durham, Nottingham, Leicester, Roehampton y York–,1,94 millones de libras esterlinas, varias asociaciones especializadas de toda Europa y un intenso trabajo de documentación que se prolongará, al menos, durante tres años intentarán arrojar algo de luz sobre esta relación que comenzó en el Neolítico. El pollo está presente en la arquitectura, la religión, la medicina… por supuesto, en la alimentación y en la economía. Avanzar en su conocimiento es mejorar en el de la historia de la humanidad, según Mark Maltby, investigador principal del proyecto Percepciones culturales y científicas de la relación hombre-pollo. No es casual que la gallina fuera la primera ave cuyo genoma se secuenció. Con ella compartimos el 60% del ADN, además de diferentes enfermedades; algunas, como la gripe aviar, con un grado de mortalidad del 20%.

De su estudio genético podemos sacar un jugoso provecho. Por ejemplo, nos permite investigar su resistencia a ciertas enfermedades y ver si ocurre lo mismo en el ser humano. Mil millones de pares de bases (las letras químicas del código genético) tiene el genoma de la gallina. Y en su interior, una interesante peculiaridad que nos puede venir muy bien: los telómeros del pollo, la cola de los cromosomas –muy relacionada con el envejecimiento y con el cáncer–, son más parecidos a los del humano que los del ratón. Estas regiones cromosómicas se “desgastan” a medida que las células se dividen, lo que nos va haciendo más viejos, a los humanos y a los pollos. Es la razón por la que los habitantes de corral se han convertido en piezas tan interesantes en los laboratorios. Quizá una gallina les dé la clave del envejecimiento, nada menos. Pero nuestra relación con ellos va mucho más allá de un prometedor futuro científico. Para empezar, son los protagonistas de la que quizá sea la pregunta filosófica con más arraigo: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?

Recientes investigaciones llevadas a cabo por las universidades de Sheffield y Warwick han arrojado algo de luz sobre la incógnita. Gracias a una supercomputadora ubicada en Edimburgo, los científicos han logrado simular la formación de la cáscara de un huevo y han comprobado el papel fundamental que la proteína ovocledidin-17, responsable de la cristalización y presente en los ovarios de las aves, desempeñaba en este proceso. Sin ella, y por tanto sin la gallina, es poco probable que un huevo se llegue a formar. Así que la gallina fue primero.
¿Y qué es exactamente un pollo?
Gallos, también gallinas, ¿Y qué son los pollos? “Machos y hembras que no han alcanzado la madurez sexual”, responde Ángel Martín, director de Propollo (Organizacion Interprofesional de Avicultura de Carne de Pollo). Parece fácil, pero identificar el género es complicado. Tanto, que la profesión de sexador de pollos surgió en Japón en 1920. Estos profesionales reconocen la variedad entre machos y hembras observando las pequeñas diferencias de musculatura del recto. Les bastan cuatro segundos para averiguarlo, y llegan a reconocer mil a la hora, con un margen de error que no supera el 1%. En Nagoya, Japón, se
encuentra la única escuela permanente que imparte esta disciplina, aunque se organizan cursos temporales en todo el mundo debido a la alta demanda de este tipo de carne. Solo en España, durante 2011 se consumieron 668 millones de kilos de pollo fresco, 46,3 de congelado y 7,5 millones de despojos, según Víctor J. Martín Cerdeño, profesor de Política Económica en la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad, hay 13.000 millones de ejemplares. Tocamos casi a dos por cabeza.
Su presencia en la vida del hombre no es nueva. Los primeros restos datan del Neolítico, del año 6000 a. C. Fueron encontrados en la provincia china de Hebei y de ahí pasaron a Europa de la mano de los sumerios. En el Egipto de Tutmosis III (1500 a. C) ya hay constancia de avicultores, y en los tratados gastronómicos de la Roma del siglo I d. C se dan recetas de pollo con la misma naturalidad que en el Simone Ortega. Plinio, en su obra Historia Natural, escribe que “su caldo afloja el vientre, con mayor eficacia si es de un gallo viejo. Es bueno también contra la fiebre pertinaz, los miembros torpes y temblorosos, las enfermedades de las articulaciones y los dolores de cabeza”. Y Galeno, en su De alimentorum facultatibus, asegura que lo mejor para la mujer en período de lactancia es tomar testículos de pollo remojados en leche.
Siempre “invitados” en los banquetes medievales, se consideraba un signo de estatus, fuerza y poder que corderos y lechones no representaban. Y fuera de los castillos, los campesinos ponían fin a la recolección con fiestas en las que se comía este manjar, según explica el director de Nutriguía, Manuel Zamora Gómez. Los avances de la ciencia, así como los nuevos conocimientos higiénicos-sanitarios, permitieron la extensión del consumo de pollo a toda la población durante el siglo XX”. Su década prodigiosa llegó en 1960. Dejó de ser un artículo de lujo para convertirse en un producto habitual en las dietas debido a su alto contenido proteico y vitamínico y la muy baja presencia de grasas. Hoy, España es el tercer productor de pollos de Europa, con 125 mataderos y unos cuidados exquisitos que, en el momento de la estabulación, incluyen temperatura y humedad óptima, luz tenue para calmar sus nervios, pulverizadores de agua en los momentos de calor… Más parecen vedettes que el animal esotérico que narra la tradición.
El ave mágica
Era el símbolo que los romanos asociaban a Marte, dios de la guerra. Representaba el valor y competitividad, e incluso hoy sirve para coronar en forma de veleta los edificios, en un claro alarde de bravuconada vecinal. Los cristianos terminaron adoptándolo en la creencia de que su canto al amanecer anunciaba la llegada de Cristo. Pero la simbología del gallo poco tiene que ver con esa imagen mesiánica que los católicos le quieren atribuir. En plena expansión del Imperio Persa, el emperador sasánida Cosroes II (590-591) ordenó que todas las cruces que remataban los lugares asociados a Cristo fueran sustituidas por gallos dorados, su emblema personal, según explica la historiadora Margarita Torres.
Para los chinos también tiene un significado especial. El año del gallo, héroe y excéntrico, comienza en 2017, justo cuando Mark Maltby, líder del proyecto Percepciones culturales y científicas de la relación hombre-pollo que tantos recursos ha aglutinado, piensa terminar el trabajo que ahora comienza. “Abordaremos su estudio desde la genética, la antropología, la arquitectura, la arqueología…” Suponemos que también desde la cazuela. Por mucho amor que les tengamos.

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